Llegada
al pueblo de La Garganta.
El día 6 de abril del 2014, realizamos una travesia por la zona de
Candelario y Béjar, la cual discurría desde el pueblo de La Garganta al de
Candelario, transitando por los parajes de La Muela, Hoya Cuevas, puente del
Avellanar, etc. El tiempo nos acompaño por lo que pudimos disfrutar del
recorrido, y así pasar un día agradable en estos entornos tan maravillosos como
son esta parte del Sistema Central. Pero hoy en vez de historias, cuentos o
leyendas de estas tierras de las sierras de Béjar y Candelario, les transcribo
un artículo que encontré ya hace algún tiempo sobre el tema de la expansión de
la zona esquiable de la Covatilla. El mencionado artículo fue publicado el 21
de agosto de 2006, y en él se refleja el sentir que seguramente mantengan la
mayor parte de los amantes de la montaña, en referencia a la barbaridad que se
hace cuando una zona de estas inmaculadas laderas y cumbres, se destinan a los
propósitos comerciales de una estación de esquí. El volver a recordar ahora
este escrito después de 8 años de su publicación, me parece oportuno por una
sencilla razón que es, que con el transcurrir del tiempo la mente archiva lo
que en un momento dado hemos pensado, y olvidamos muchas cosas que en su
momento nos parecieron importantes. Por esta razón quiero que todos los amantes
de la montaña, vuelvan a recordar que estas sierras de Béjar y Candelario,
siguen estando en el filo de la navaja con respecto a la expansión de la
estación de esquí de la Covatilla. Lo único que en la actualidad lo frena, es
la gran crisis que padecemos. Por esto os pido que sigáis oponiéndoos, a que nuevas pistas se abran en estos
inmaculados terrenos que aún quedan por estas bellas montañas. Y ya sin más
dilación les dejo que lean el artículo el cual dice lo siguiente:
La Generación del 98, como
auscultadora y cronista que fue de una España en decadencia, encontró en las
tierras de Castilla, y dentro de ellas en las de Béjar, región propicia y
conveniente para sus necesidades expresivas. Béjar fue recomendada por Miguel
de Unamuno -que la conocía desde mucho antes que sus compañeros de generación-
a pintores como Sorolla, Benedito y Regoyos, a escritores como Baroja y Azorín,
y a científicos como Santiago Ramón y Cajal; como quien recomienda una musa, un
lugar para curar males de salud o un tesoro para hacérselo partícipe. Con la
mente en esta Babia sugestiva y creativa, los nombres más talentosos del
momento se dejaron sentir por aquí con el inicio del siglo XX, colmados de incertidumbres
y de temores; pero también de deseos de hermosear su talento con la adecuada
inspiración que respaldaban montañas, bosques, habitantes y moradas.
Béjar era -triste es decirlo- una
deseable reliquia en forma de sombra de lo que fue (también de lo que llegaría
después a ser), un monumento inmaculado y abatido alrededor del cual aquellos
intelectuales suspiraban.
Y se pusieron manos a la obra.
En el daguerrotipo fotográfico de
Ramón y Cajal quedó suspendida la imagen solemne de la laguna grande del
Trampal, la misma que se solidificó en versos unamunianos (y por tanto
oscuros), mientras, entre huelga y huelga de textiles, Regoyos pintaba, subyugado,
los atardeceres malvas del Calvitero.
Comenzaba el siglo XX. Todo estaba
por descubrir: las montañas (también la nuestra) levantaban pasiones
científicas, literarias y filosóficas; se adentraba a ellas con impulsos de
conocimiento y codicia de sabiduría. La experiencia era la premisa del
conocimiento: había que estar allí para dar fe de la nueva especie botánica;
había que subir por sus veredas y plantar entre rocas el caballete para pintar
la más fidedigna belleza; había que perderse en ella para contarlo y
poetizarlo. No debió dejar de ser, pienso ahora, la montaña privacidad de
investigadores y estudiosos, de artistas; dejándonos entrar en tropel a los
demás. No debieron las montañas clausurar su fielato haciéndose públicas, mapa
de cercanías y paseos. De aquellos excursionistas, debatidos entre la mera
erudición y la lírica, sólo se podía esperar el respeto por lo investigado, lo
pintado, lo cantado o lo versado, es decir por la naturaleza. Para el
excursionismo contemporáneo que hoy ejercemos nosotros demasiada sería esa
presuposición y, habiéndose multiplicado el número de aficionados a la montaña
y su contorno, la sierra-musa de los noventayochistas está en más serio peligro
que nunca.
Ha pasado un siglo desde tan
ilustres invitados. La decadencia que sufrimos no es mucho menos preocupante
que la de 1900, pero la sombra de un proyecto trazado con tiralíneas sobre los
planos de la Sierra de Béjar puede dejarnos sin objeto de deseo ni reclamo de
sabios. Muchos de los promotores y defensores del esquiable invento no conocen
ni las laderas, ni los valles, ni las cumbres de esta montaña por la que
planean sus insaciables babas lucrativas. Demostrado su escaso afecto por la
montaña, por su verdadero significado, produce miedo imaginarlos en ella. Sólo
me queda desear a los valedores de ese magnífico despropósito, que, abundando
en su comodidad, jamás conozcan el lugar que ignoran:
No conozcan, pues, El Trampal,
Talamanca, el Jorco, Los Canalizos, El Chorrito (tan cerca y tan lejos de
Béjar). No conozcan, por favor, Hoya Moros, diamante y corona de la Sierra de
Béjar: los riscos de El Tejadillo y Paso del Diablo, colgados al precipicio
donde se genera la hilatura de plata del Cuerpo de Hombre. No conozcan
sus turberas empapadas de plantas endémicas, la carnívora rosoli de agua, el
festival rosáceo de la amarga genciana, la campánula o el azafrán serrano. No
conozcan, por favor, sus amaneceres manchados de luna perdida con el aleteo de
los buitres, las águilas culebreras o los cernícalos; ni sigan el rastro de la
comadreja o la musaraña, en el nevero terminal bajo el balcón rocoso del
Torreón. No contemplen ninguna aurora desde la erguida canal de los Dos
Hermanitos con una mezcla extraña de miedo y placer de belleza, asomados a la
grieta titánica que atraviesa la enormidad de uno de los riscos. No recorran
nunca los primeros gateos del río espejando narcisos y cervunos a su paso,
retorciéndose en meandros y sorteando los caprichos de la orografía con saltos
deshilachados de agua donde se recluyen en verano los siete colores del arco
iris. No crucen jamás el laberinto de rocas ciclópeas que desconcertó a Sanz
Donaire en su periplo docto y glaciarista. No entren nunca a la secreta gruta
de derrubios en busca de la leyenda (".en Hoya Moros guardo mis tesoros"),
ni prueben la beneficencia del agua acristalada recién nacida ni la brisa con
que, desde ese lugar mágico, el sol se entrega a la noche.
No lo merecen.
Y después de esto paso a exponerle parte de las imágenes que
fui tomando a lo largo del recorrido. Espero que disfruten de ellas.
Panorámica
con cumbres nevadas.
Nos esperaba un día soleado.
Cabecera del Valle del Ambroz.
El pueblo de La Garganta.
La
Muela en un primer plano, y al fondo Hoya Moros.
Presa
de Navamuño.
La Muela vista de cerca.
Otra
panorámica de Hoya Moros.
Más naturaleza.
Llegando a la Muela.
Buscando sitio para recuperar fuerzas.
Otra
panorámica.
Comenzando
la ascensión hacia Hoya Cueva.
Vieja
majada.
Subida hacia Hoya Cueva.
Ya se ve Hoya Cueva.
Pero seguíamos subiendo.
Parte del grupo.
Tomando aire.
Panorámica
La nieve estaba blanda.
Cada vez se ponía más cuesta arriba.
Hoya
Cuevas y su refugio.
Panorámica.
Otra
más.
El río Cuerpo de Hombre poco después
de su
nacimiento.
Construyendo un vado para cruzarle.
Los Hermanitos de Hoya Moro.
Ha saltar.
Parte
del grupo descendiendo.
Panorámica de Hoya Cueva.
Trazada del curso del río Cuerpo de Hombre.
Descendiendo por una morrena
de los antiguos
glaciares.
Entrada a Candelario.