miércoles, 28 de marzo de 2012

Chorro de la Ventera - 25-03-2012


Llegada a Madrigal de la vera.

El domingo día 25 de marzo de 2012, hemos realizado una actividad de montaña en la zona de la Vera, en concreto se ha realizado la ruta denominada con el nombre del Chorro de la Ventera. Esta espectacular cascada de agua se encuentra entre los términos de Villanueva y Madrigal de la Vera. La cascada del Chorro de la Ventera, tiene un salto de aproximadamente 80 metros de caída lo que le confiere unas características impresionantes. Se encuentra ubicada en la Garganta del Chorro que es afluente de la Garganta Minchones. Nosotros hicimos un recorrido circular, salimos de Madrigal de la Vera y regresamos al mismo pueblo, el recorrido en sí no representa ninguna dificultad grande, únicamente hay que considerar la distancia que se alarga ida y vuelta hasta los 25 kilómetros. Pero merece la pena darse el paseo. (La única pega que se le ha podido poner, es la escasa cantidad de agua que se precipitaba por la cascada, debido esto al periodo extremo de sequía que padecemos desde hace muchos meses en todo el territorio de Extremadura). Pero esto no ha desmerecido la actividad ni le ha quitado belleza al impresionante salto, sino juzguen ustedes mismo cuando vean las imágenes tomadas de este.
                Pero antes de exponerles las fotografías tomadas en la ruta, déjenme como es mi costumbre, que les presente un par de cuentos de esta localidad Verata de Madrigal. Dichos cuentos están relatados por un vecino de la localidad.
DOS CUENTOS DE LOBOS DE MADRIGAL DE LA VERA (CACERES)




Madrigal de la Vera es una localidad del norte de Cáceres, en el vértice con otras dos provincias castellanas, Avila y Toledo, perteneciente a la comarca de La Vera de Plasencia. Asentada en las primeras estribaciones del macizo central de la sierra de Gredos, tiene una agricultura de regadío junto al río Tiétar y explotación ganadera de montaña.

Estos cuentos, y otros, nos los contaba mi padre Cirilo en el campo, y mi abuela Modesta alrededor de la lumbre, en el centro de una amplia sala con techo de palos y listones de madera ligeramente separados, por donde escapaba el humo a la cámara alta, llamada el sobrao (sobrado; en otros lugares, troje), en donde se curaban piezas de matanza (embutidos, jamones), frutos secos y otros, como piñas de maíz de rosetas, ristras de pimientos, de ajos, de cebollas, etc.

Las notas truculentas que intercalan los relatos, no son invención mía, sino un elemento más de intensidad que introducían quienes nos los contaban, para aterrorizarnos y tener prendida nuestra atención. Seguramente, eran más frecuentes y feroces de lo que yo recuerdo.

LA NAVAJA

Mira, hijo; me contaba mi padre que, bajando esos cerros que se descuelgan de la cumbral de Gredos, volviendo del paraje de la Cereceda, una tarde le anocheció antes de llegar a poblado. Terminaba el otoño y venía viendo a lo lejos unos lobos que le seguían. El, caballero, ellos rodeando robles y roquedos. Ora retrasándose, ora cortándole la delantera. A veces, desaparecían, creándose un vacío inquietante. Pero a medida que el crepúsculo cerraba la luz, los lobos iban haciéndose más presentes, se alejaban menos. Astutos, ojiabiertos, las orejas agudas, el hocico en punta, como canes levantando rastros pero ya sin quitar la vista de encima. Y mi padre acompañaba esta descripción con una representación mimética atemorizante.

Ya había oído yo más veces esta historia, cuyo final, la primera vez me pareció terrible y, después, truculento. Pero, mira que todo encierra una lección.

Mi padre iba vigilante. Ojo a ojo, lobo a lobo. Cuando volvió de la majada no había contado con aquello, pues no era tiempo de que los lobos bajaran tanto; de haberlo tenido en cuenta hubiera salido antes, sin entretenerse en otros menesteres que podía haber hecho al día siguiente. Ahora parecía que le faltara tiempo y la trocha no le permitía avivar el trotecillo de la cabalgadura, que bastante tenía con sortear jarranchos y pedernales, y mi padre ladear los altos jarales a brazo y con la pierna defendida por zahones, pues venía atajando monte a través por el Burreño a Helechoso. Los lobos estrechaban cada vez más el cerco.

Con las últimas luces puso en práctica una medida que, si precaria, consideró surtiría el efecto apetecido, que no era otro que mantener las fieras a raya. Ató a una cuerda de bramante su navaja cabritera, una Girodia 108, y la dejó caer a cola de caballo, lanzándola por detrás de la grupa; de forma que fuera arrastrando, con lo que al chocar con los guijarros el lomo sobresaliente de la hoja, de cuatro dedos de larga, la medida justa, fuera soltando chispas, a imitación del fuego, que es lo que más temen los animales salvajes. A ti, aquel lobo te podría tragar de un solo bocado, a mi padre partirle en dos y al caballo despanzurrarle, y allí mismo se lo comerían.

Estos detalles siempre me hacían estremecer, por su crudeza y exageración, y aunque ya me lo sabía todo, siempre me sobresaltaban y volvían a angustiarme cada vez.

 
No se le quitaba, no, la inquietud a mi padre. No era medroso, pero la insistencia de las fieras, ya tan abajo, lo intranquilizaba; más cuando a lo lejos comenzó a vislumbrar el tenue resplandor de las bombillas del pueblo y los lobos redoblaron su acoso, como temiendo perder su presa. Recortaban las distancias y merodeaban ya los talones de la caballería, que se manejaba mejor, pues había salido a camino, y más de un caracoleo o encabritamiento tuvo que hacer para quitárselos de encima y mi padre refrenarlo para evitar que se lanzara a galope, pues ello podría provocar el asalto de las fieras, que abrían bocas como hornos y enseñaban dientes como ruedas de molino, que a ti te tragarían como a Pulgarcito. Y nos señalaba con el dedo sucesivamente.

Por fin las luces se pusieron a tiro de piedra y el propio pueblo se dibujó al contraluz de las estrellas. Era tarde y el pueblo dormía. El camino entraba por unos primeros edificios rurales separados entre sí, por el paraje de la Joya. Secaderos, pajares, chozos para guardar aperos. El camino, algunos árboles alineados a la orilla y fachadas de oscuridades medrosas. Mira, hijo, que mi padre suspiró aliviado y se dispuso a parar frente a una de esas casas para encerrar y abrevar el caballo.

Sin fiarse todavía, miró a todos lados. Nada. No vio nada, no oyó nada. Ni perro, ni gato, ni niño que llorara. Esperó aún. Nada. Ni rastro de lobos. Levantó una pierna, pasándola con lentitud y cuidado por encima de la albarda con las alforjas colgadas y sujetas a la cincha, y saltó al suelo. ¡Zocolón!

(Era el momento del horror, lo imprevisible; que se impone a la razón y pasa a la realidad).

Se le abalanzaron los lobos y se lo comieron.

-¡Pero, cómo!

Al detenerse el caballo, la navaja, también quieta, se apagó y cesó el fuego de sus señales, las chispas contra los guijarros, que era lo que mantuvo a raya los lobos.

Pero lo más asombroso es que no reparábamos en que si se lo comieron, cómo era que lo contaba. Todo era cuento, y de lo que nos cuidábamos era de que cuando al final decía ¡zocolón! no nos cogiera para comernos.

EL TÍO CANO

Pues era, que le llamaban tío "Cano" porque se le volvió el pelo todo blanco de la noche a la mañana. De un pavor.

Me contaba mi padre, que volvía del pueblo de pasar la fiesta de Todos los Santos. Y volvía solo porque se había quedado a festejar a cierta casada de la que hablaban malas lenguas. Subía caballero en un asno del que se servían para acarrear leña y bajar el queso los lunes. Monte arriba, por Majalardos a Ragaera, camino de las majadas, algo somnoliento y medio chispo. El tío "Cano" era cabrero.

Pero pronto algo le sacó de la modorra y le alertó los sentidos. No lo vio, pero lo sintió. ¡Ras! Un lobo. Paró y escuchó. Nada. ¡Ras! ¡Por allí! Tampoco alcanzó a ver nada. El jaral del monte era una mancha negra que subía por el horizonte al cielo agujereado de estrellas, pero sin luna. ¡Ras! Y mi padre escenificaba el movimiento de los lobos y el temor del cabrero, traspasándolo a nosotros, que quedábamos con la respiración suspensa.
Arreó el burro y trató de tranquilizarse. No era nada. Las jaras le golpeaban los pies, colgando sin estribos. Un escalofrío le recorrió la espalda, pensando que allí mismo podía abrirse la boca de un lobo y cortarle la pierna. ¡Ras! Se le erizaron los cabellos. ¿Eh? ¡Allí! Le pareció ver cruzar una sombra veloz. Unos ojos fosforescentes se abrieron y apagaron de golpe. ¡Por detrás! ¡Otro! Un aullido cercano le heló la sangre. Iba solo y la majada estaba lejos. Tomó la navaja del bolsillo del pantalón y, sin abrirla, la apretó en el cuenco de la mano.

Eran lobos. No sabía cuántos. Pero le seguían. Le fueron siguiendo, cada vez más cerca. Ya podía oírlos escurrirse entre las jaras, gruñir, y mi padre gruñía, amenazar, y mi padre amenazaba, más cerca, más, ¡zas!, y mi padre lanzaba un feroz grito zarandeándonos por los hombros al que pillaba, helándonos nuestra propia sangre a todos. "Déjalos, chacho, que los vas a hacer llorar", le regañaba mi madre. La lumbre ardía en la sala, pero las sombras se descolgaban de las esquinas como lobos. Yo tenía miedo, todos teníamos miedo. Tío "Cano" tenía miedo; que entonces todavía no le llamaban "Cano", sino "Saltaníos" (salta nidos), a lo que se dedicaba en sus largos días de cabrero por entre jaras y breñas, madroños y espinos, alisos y castaños.

Me contaba mi padre que tío "Cano" iba pensando en cómo salir de aquel aprieto, pues no se sentía muy seguro a lomos del jumento. El burro también daba señales de tener miedo y podía empavorecer, lo que vendría a dar con él en tierra, quedando a merced de los lobos. Sacó el mechero y comenzó a hacerle soltar chispas con una mano, mientras con la otra apretaba la navaja.

¡Rasca! Uno de los lobos tiró una dentellada al corvejón del burro. El animal lanzó un entrecorte de rebuzno. ¡Zumba! Otro le saltó por delante. El asno se había parado. Aquello tomaba tintes de tragedia. Tomó una decisión y saltó al suelo corriendo hacia un roble solitario que se recortaba contra la tenue claridad del cielo. El burro salió de estampía y los lobos se quedaron desorientados dando vueltas alrededor de sus propios rabos. Finalmente, enfilaron el roble y lo rodearon.

Tío "Cano", bien acostumbrado a escalar árboles, tanto en busca de nidos como para cortar, con un hachacilla que llevaba siempre terciada en el zurrón, ramas frondosas para comer el ganado en verano cuando la hierba fresca escaseaba, se había subido con presteza y acomodado en una horcadura, dispuesto a pasar allí el resto de la noche si los lobos persistían en el acoso. Tiritaba de frío y de miedo, seguramente, acurrucado como podía en la pelliza de media pierna con la que se abrigaba, sentado sobre las piernas metidas debajo del culo.

Las fieras no cesaban en sus idas y venidas, rodeaban el tronco constantemente y asaltaban la horcadura, algo baja, pues el roble era joven, pero suficiente. Tío "Cano" casi sentía el aliento de aquellas fauces que le amenazaban, el fuego de los ojos, el chocar de los dientes, los gruñidos, el jadeo incesante; todo, en la oscura noche y la soledad circundante, lo que le mantenía la piel sarpullida, los nervios en tiritera, los pelos de punta y la angustia atenazándole la garganta. Hasta que los lobos comenzaron a escarbar junto al tronco.

¡Aúúúú...! ¡Aúúúú...! Mi padre nos traspasaba el miedo de tío "Cano" y nos hacía castañear los dientes de pavor. Tío "Cano" terminó de empavorecer, cuando comprendió lo que pretendían los lobos: socavar las raíces del árbol y hacerlo caer; a lo que se dedicaron insistentemente algunos de ellos, mientras los otros merodeaban ululando. En tanto, la noche seguía avanzando; pero no llegaba la luz del día, que viniera a poner fin a la tragedia del atribulado cabrero.

En éstas, le pareció que el roble se había movido. ¿Eh? No. Quedó con la respiración en suspenso, y no. Pero, sí, ¡otra vez! se había bamboleado. Rasca, rasca, oía el escarbar de los lobos. La copa del árbol se inclinaba, hacía un movimiento de vaivén, se detenía. Así, otra hora y otra. Toda la noche esperando el día. Al fin, un lado del horizonte se rayó, parecía querer separar las dos oscuridades; la de arriba, con las estrellas ya empalidecidas y la de abajo, con los jarales por aclarar. Oyó, le pareció oír, que las raíces del roble que le sostenían, sonaban, se rajaban, se caía. ¡Cielos! Ya se veía el horizonte lejano, ya la luz, ya la luz, cuando... ¡Zas! ¡Al suelo! Perdida la razón por el pavor, oyó el derrumbe como un bronco escopetazo y perdió el sentido. Era el momento del horror. La narración se cortaba aquí y se esperaba angustiosamente lo imprevisible; eso que se impone a la razón y pasa a la realidad.
-¡¡Se lo comieron!!

No. Habían llegado otros cabreros de las Vegas del Horno y a tiros dispersaron los lobos, cuando ya se abalanzaban a la copa caída y envuelta en un terraguero. Durante toda la madrugada habían estado oyendo el espaciado pero persistente ulular, y con el primer albor salieron con escopetas y palos para ahuyentar a las fieras, sin pensar en el tío "Cano", al que supusieron que la noche se le había echado encima estando en el pueblo y se habría quedado allí a esperar el día.

Le descubrieron rodeado de las ramas y lo recogieron, sacudiéndole las ropas y la cabeza, de lo que quedaron sumamente sorprendidos al verla toda blanca, encanecida, cuando era un mocetón cumplido, con el pelo más negro que la boca de un lobo.

Antigua construcción Verata de adobes,
piedras y entramado de madera, la
cual no se encuentra en sus mejores momentos.
Panorámica de Gredos.
Otra más, que de derecha a izquierda
de la imagen se aprecian en primer lugar
los Riscos del Francés, Portilla de Cobos,
Peñón del Casquerazo, Portilla de los Machos,
Cuchillar de la Navajas, Portilla Bermeja y él Almanzor.
Charlando.

Viejo puente sobre la Garganta Minchones.
Enebros centenarios.
Subiendo por la Garganta Minchones.
El charco Recuéncano en la
Garganta Minchones.

Comiendo y bebiendo algo.
El de la bota la quedo tiritando.

Viejos robles.
Reagrupándonos.
Ya se ve el salto.

Cauce de la Garganta del Chorro,
debido a la sequia poco agua llevaba.
Continuamos hacia el Chorro.

En la derecha de la imagen nuestra guía.
Otra del Chorro.

Seguimos trepando.
Embalse de Rosarito.
Cada paso que dábamos se empinaba más,
 “el terreno”.
Más robles.

Panorámica de las buitreras.

El Chorro de la Ventera.

  Los primeros en llegar a él.

Si padeces de vértigo, no te aconsejo
que hagas lo que están haciendo estos.

Ni esto.

Tampoco esto.

Y mucho menos esto.

Porque mira la caída.

Otra más.
Descendiendo al fondo de la cascada.

Cauce de la Garganta del Chorro.

Lugar de la Caída.

Otra más del Chorro.
Comiendo.
La Guía se nos durmió.
El chaval preocupado, pensaba
que la había dado un yuyu.
Otra más.

Buscando sitios para hacer la mejor fotografía.

Por fin le encontramos.
Cuevas formadas por grandes rocas.
Moles enormes de roca granítica.
Cu-cu, Tras.

Bonito caballo.
Y algunos más.
Y como es de costumbre, al finalizar la cervecita.



domingo, 4 de marzo de 2012

Llano Alto - Hoyamoros - 26-02-2012


Comenzamos a andar desde Llano Alto.




El día 26 de febrero de 2012, realizamos la ruta de montaña Llano Alto – Hoyamoros – Plataforma del Travieso. Esta es una ruta de nieve en esta época, pero debido a la poca lluvia que ha habido a lo largo del invierno que llevamos, la nieve era nula, únicamente se encontraban placas de hielo. Pero eso da igual en estos parajes por donde discurre, la belleza de estos es realmente grande tanto con nieve como sin ella, la grandeza de lo que te rodea te reconforta el espíritu, aunque tu cuerpo te diga lo contrario por el esfuerzo que hay que hacer para llegar a ellos. En esta ocasión por problemas físicos, a partir de un punto decidí no continuar con la subida y tome la decisión de hacer otra alternativa, que te llevaba hasta el pueblo de Candelario. Por este motivo partes de las fotografías que incluyo en el reportaje son prestadas de otro miembro del grupo en este caso del bueno de Joaquín, en concreto las del circo de Hoyamoro, Hermanitos, Calvitero y la Ceja.
Pero antes de pasar a la exposición de estas les comentare algo sobre Candelario, este bonito pueblo enclavado en plena sierra.
CANDELARIO
Un pueblo medieval en la provincia de Salamanca
Candelario es un pueblo cuyas casas trepan en las faldas de una montaña, de la Sierra de Candelario, todas hacia la iglesia, que se alza en lo alto con su sólida torre cuadrangular. Las calles van formando laberintos estrechos que conforman barrios alrededor de las amplias fuentes rectangulares. Como aljibes regulan el caudal de agua que traen los numerosos arroyos al bajar de la sierra nevada y se encargan de distribuirla por medio de las regaderas.
Las regaderas son canales por los que circula el agua cristalina por medio de todas las empedradas calles del pueblo. Abastecian al vecindario de abundante agua pura y corriente para con ella poder lavar las tripas, artesas y otros útiles de hacer la matanza.
Desde la Edad Media todos los vecinos han trabajado como una única industria chacinera. Todas las familias se dedicaban a este negocio, especializándose en estas tareas y ganando fama y prestigio con su laboriosa actividad.
Había un consejo de ancianos que regían la comunidad, con las normas que les convenían y las hacían cumplir con estricta severidad. Pretendían guardar las fórmulas de la elaboración de embutidos como garantía del mantenimiento de sus clientes, Para ello, procuraban que el pueblo fuera autónomo, que precisase lo menos posible de personal foráneo. Tenían toda clase de artesanos y los contactos pertinentes para suministrarse de lo imprescindible por medio de gentes de confianza. Los matrimonios eran endogámicos y si se permitían con personas de otros lugares, la fuerte suma que mediaba en la dote justificaba la entrada de ese miembro en la sociedad de Candelario.
La ganadería, base de sus operaciones económicas, les era suministrada desde los mercados. Aquí no se ocupaban de la cría ni del engorde del ganado.
Llegaron a ser suministradores de las casas reales, por lo que hubo familias chacineras que pudieron colocar en su sello el membrete real. En uno de los tapices de Bayeu se representa a José Rico, el Chacinero de Candelario, "el tío Rico" como se le conoce por aquí, cuya casa señorial luce en la parte alta del pueblo.
No lejos está la casa de la Regenta, construida por el pueblo para albergar a la regenta Mª Cristina, cuando vino a Candelario a otorgarle el título de villa. Ya por entonces la villa era famosa en círculos aristocráticos y en ella se alquilaban hasta 200 casas de veraneo.
Se hicieron grandes fortunas, aquí se acuñó el dicho "se atan los perros con longanizas" tal y como lo gritaba un niño, que había visto hacer a una mujer de Candelario que faenaba con un molesto perrito a su alrededor. Surgieron leyendas que dieron nombres a las calles, como aquellas que se llaman del oro y de la plata, desde la época en que fueron expulsados los judíos, que antes de partir escondieron sus tesoros pensando en el regreso. Todavía cuando se lleva a cabo una restauración de edificios se especula si habrán aparecido alhorjas llenas de riquezas.
Las casas de Candelario reflejan el quehacer de sus moradores. Tienen tres plantas. La planta baja posee las dependencias necesarias para la elaboración de la matanza. La propia puerta de entrada dispone de una "batipuerta", es decir, una puerta de medio batiente, que permite al propietario refugiarse detrás de ella para apuntillar las reses que habían sido enmaromadas a una fuerte argolla próxima al portal y acercada con el esfuerzo de varios parroquianos para realizar la matanza.
En el primer piso están las habitaciones familiares y la cocina, que, careciendo de chimenea, permite aprovechar los humos que ascienden por un ligero entramado de madera al piso superior donde se ubica el secadero.
En este segundo piso se colocan los famosos jamones de pata negra, los distintos embutidos y preciados manjares. Las ventanas, provistas de contraventanas corredizas, permiten controlar la curación, ya sea con humo o con los fríos aires serranos.
Vistas desde afuera, las casas presentan una fisionomía curiosa. Son magníficas casas de piedra, con aspecto señorial. Su primer piso está engalanado con balcones de balaustradas elegantes. Más arriba se puede observar el final de las vigas que soportan el secadero, sobresaliendo del muro y generalmente adornadas con una chapa de metal que las proteja de la lluvia. Sobre ellas, las paredes del secadero están construidas de adobe o quizá de tapial entre vigas de madera, para que al transpirar facilite el ambiente más seco que se precisa dentro. Adorna el exterior una balconada corrida, que a veces da la vuelta al edificio, haciendo bueno el nombre que se le suele dar de "corredor", porque desde él se pueden abrir o cerrar ventanas sin necesidad de caminar por el secadero. Para facilitar esta operación el tejado de la vivienda sobrevuela completamente el corredor y las columnas de madera que forman parte de esta balconada suelen estar trabajadas hermosamente. Cuando un panel de la casa queda desprotegido de este corredor cubierto, la pared se recubre con tejas para evitar el azote de la lluvia.
En un barrio alejado, tal y como eran de exquisitos con la imagen de limpieza que querían difundir, se ubicaban las cuadras en las que se estabulaban las afamadas reses, descendientes de las que criaron los antiguos vetones y los cerdos ibéricos de pata negra.
En lo alto, la iglesia abre sus puertas con su bóveda mudéjar con entrelazado de estrellas doradas, los dos retablos barrocos y el que "desmerece", porque es neoclásico; el púlpito policromado, que por hermoso no se ha quitado, aunque ahora no se usa...
Siguiendo los arroyos urbanos, tan organizados en sus regaderas se baja hasta la ermita, que con el soportal de su entrada abre también el paso a la plaza mayor, una de las primeras que fue plaza de toros, por supuesto, cuadrada. Se conserva un palco con reja en el balcón que debió de ser de sus primeros años.
Y una vez hecho este pequeño comentario sobre Candelario paso a exponer esta serie de fotografías.

La sonrisa que no falte.

Aligerándose de ropa.
Embalse de Navamuño.

En esta foto de Jorge, aparte de ver a él, se
puede apreciar además el bajo nivel del embalse.
Muro de la presa, con Peña Negra al fondo.
Arriban nos esperan las nieves.

Preparándonos para la ascensión.
(Desde este punto yo, ya no continúe.
Así que las siguientes tomas son prestadas).
Ya se ven los Hermanitos de Hoyamoros.

Entre piornos.

Siguiendo los hitos “cuatro piedras mal puestas”.

Panorámica del circo de Hoyamoros.
Hacia el caminaban.

¡Ala pa riba!
Enfilando el primer Hermanito.

Hoyamoros.

Calzándose los crampones.

Hito del primer Hermanito (2.293 metros).

En él se encuentran.
A por el segundo Hermanito.

Panorámica.
Segundo Hermanito (2.292 metros)
Conseguido.

  Panorámica.
“El Torreón” en todos los mapas
el Calvitero (2.401 metros).
Paso del Diablo.
Vistas de Hoyamoros con las moles de los Hermanitos.

La Ceja (2.428 metros).

Descendiendo hacia el Travieso.


Fotos del otro recorrido:

Arroyo medio helado.

Enredando.
El hielo y sus formas.
Más hielo.

Jorge.

Esperando.