Llegada a Cañaveral.
El domingo día 9 de noviembre de 2014, realizamos un recorrido por los
términos de Cañaveral, El Arco, Pedroso de Acin y Portezuelo. El tiempo que nos
acompaño nos favoreció el disfrute de dicho recorrido. Aunque la ruta en si no
tiene gran dificultad, verdad es el mencionar que ay algunas subidas que se las
traen en dureza, ya que los metros que hay que salvar de desnivel hay que
hacerlo en poco tramo de recorrido como es la ascensión que tenemos que hacer
desde la pista que viene de la pequeña localidad de El Arco, hasta llegar a la
Peña de los Valles. Desde este punto de la pista que dejamos, tenemos que hacer
una ascensión de 362 metros de desnivel por un raspadero en tan solo 976 metros
de recorrido para llegar a la cumbre de esta peña. Pero aún así con todo ello
el esfuerzo merece la pena. Antes de pasar a las fotografías que tome, déjenme
que les relate una bonita leyenda del castillo de Portezuelo, la cual dice lo
siguiente:
La leyenda de la bella
Marmionda
En la sierra de Portezuelo en la
provincia de Cáceres, al pie de un desfiladero se alza vigilante el castillo de
Portezuelo. Erigido por los árabes en el siglo X a.C. cerraba el paso por el
valle del Tajo a las incursiones de las tropas de reconquista leonesas,
cubriendo uno de los flancos de la calzada romana de la Dacia, junto a los
castillos de Alconetar, Coria y Milana, con los que se comunicaba mediante las
hogueras en sus almenas.
Pero los oriundos de
la villa de Portezuelo (Cáceres) lo conocen con el nombre del castillo de
Marmionda, y para conocer el porqué, tenemos que remontarnos a la época del
desmembramiento del califato de Córdoba en pequeños reinos taifas. En aquellos
tiempos el alcaide musulmán que regia el castillo era conocido en todo el
territorio por la inigualable belleza de su hija, cuyo nombre era Marmionda.
Además de su extremada belleza, la joven era el orgullo de su padre por sus
virtudes y bondades.
En una de las frecuentes incursiones
fugaces de saqueo y rapiña en tierras del enemigo por parte del alcaide del
castillo (eran común tanto en el bando musulmán, como en el cristiano), se
topan con una partida de soldados leoneses y extremeños que por un cumulo de
circunstancia se hallaba perdida. Tras una breve y desigual batalla, por ser el
ejército musulmán superior en número, el capitán que mandaba las huestes
cristiana manda rendir armas.
“Hermanos, arrojas vuestras espadas y
ballestas a tierra, rendirnos debemos y presos ahora somos.”
Apresados, son
conducidos al castillo de Portezuelo donde son encerrados en sus mazmorras,
hasta que, como es costumbre, pagaran su rey o familiares el satisfactorio
rescate por su libertad. No tarda mucho el alcaide del castillo, en averiguar
que entre sus prisioneros se halla un noble caballero de alta alcurnia leonesa,
el cual es conducido ante su presencia.
“Veo que sois vos quien estabais al mando de estas
tropas, pues respeto y obediencia os otorgan los de mas prisioneros. Creo que
por vos conseguiré más tesoros que por todos ellos juntos. Decidme vuestro
nombre noble caballero.” -Habló el
alcaide.-
Escuchado su
nombre, el alcaide mandó mensajeros a tierras cristiana solicitando por escrito
el rescate de sus prisioneros.
-Y tras esto dijo el caballero leones: “Y una cosa
sólo os ruego, que como se trate a mis caballeros, se me trate a mí.” Dijo el caballero leones.
“Así se hará, pues bárbaros no somos.” –Respondía el alcaide justo en el momento que en la
sala entraba su bella hija.-
“Padre quiero hablar con vos…, perdonadme padre, no
sabía que estabais ocupado.” Dijo al darse cuenta de la presencia del noble caballero cristiano.
Un cruce de miradas bastó para que en ese instante, el
noble cristiano quedara prendado de la hermosura de Marmionda, y que ella le
correspondiera con una dulce sonrisa y un brillante resplandor en sus ojos.
Durante meses
de espera en la prisión, la joven sarracena aprovechaba, sobre todo en ausencia
de su padre, para visitar al prisionero caballero y corresponder a sus
galanteos. Día a día, momento a momento, entre palabras y miradas ese secreto
amor fue creciendo. Más cristiano él y mora ella, ante la realidad de un amor
imposible, ellos no se daba por vencidos. Su amor iba más allá de religiones y
clases, de amigos y enemigos, de territorios
y destinos, su amor eran dos
puros corazones latiendo al unísono.
Y fue pasando
el tiempo hasta que, un día llega al castillo una comitiva leonesa con el
dinero del rescate solicitado, la libertad estaba próxima, mas el no la
anhelaba, no sin su joven amada. Pero debía partir hacia tierras cristianas.
Triste fue la despedida de la pareja enamorada, tras un fugaz y oculto beso, él
le promete que regresará con la espada envainada y con sus manos abiertas
llenas de tesoros para agasajar al alcaide y apelando a su corazón pedir por
amor desposar a su hija. Mas llorando queda Marmionda, y triste el abandona el
castillo.
Pasaron los
meses, y la antes risueña, vital e ilusionada Marmionda, es ahora por la
ausencia de su amado caballero, una triste e indiferente mujer ante los ojos de
su padre. Este, preocupado por el estado de su amada hija, y sin saber los
motivos reales de su calvario, intenta alegrar a la joven a través de regalos y
caprichos, mas nada funcionaba y por recomendación de sus consejeros decidió
que en edad casadera ya estaba y por tanto debía elegirle un esposo digno a la
altura de su amada hija.
Los más nobles
aspirantes sarracenos de la comarca llegaron para desposar a la bella
Marmionda, ella entre tanto, como no podía oponerse a la voluntad de su padre,
retrasaba su decisión mediante artimañas, una y otra vez, dando tiempo así, a
la llegada de su amado caballero cristiano. Pero el tiempo pasaba, y su padre
ante las reiteradas excusas de la hija, le eligió marido, y poniendo fecha y
hora, daba por comienzo los preparativos del enlace.
Visto que el
tiempo apremiaba, Marmionda decide enviar un emisario de su confianza al reino
de León para que carta en mano, informe a su cristiano caballero de los
esponsales decididos por su padre.
Y sin noticias algunas, llegó el día de la boda. Todo
estaba preparado, el castillo engalanado, los festejos a punto, la comida
abundante, y los invitados acudían de todos los alrededores. Mientras,
Marmionda en su cámara era atusada, peinada y vestida de seda multicolor, pero
sus pensamientos y su mira estaban perdidos en la lejanía que veía a través de
su ojival ventana. Para ella ya no había esperanza, sus sueños de amor
quedarían rotos, sus ilusiones desparecidas, su tristeza eterna, ahora pasaría
su vida al lado de un hombre que no amaba, alejada de su castillo, de su padre,
y sobre todo de su único amor.
Pero en ese momento,
en el horizonte divisó una nube de polvo, su corazón comenzó a latir
frenéticamente, ¿sería su amado que venía a reclamar su amor?
El cuerno de
aviso de peligro resonó en el castillo, los vigías habían divisado jinetes cristianos dirigiéndose rápidamente hacia el
castillo. El pánico se apodero del recinto amurallado. Entre el alboroto de
sorpresa y miedo, los gritos de los capitanes sarracenos se escuchaban por las
almenas y murallas del castillo.
“¡A las armas, a las armas! Nos atacan, cerrar las
puertas, defender las almenas.”
Antes de llegar
al alcance de sus arqueros, las tropas cristianas se detienen, y ante el
asombro de los defensores, dos jinetes junto a un abanderado con el emblema
leonés, se acercan al paso pidiendo parlamento.
“Parlamento, parlamento” – Vocifera el abanderado.
Desde la
ventana de sus aposentos, la joven Marmionda enseguida reconoce a su amado
caballero entre los jinetes que se acercan, la sonrisa vuelve a su cara, fiel a
su palabra el caballero cristiano había vuelto a por ella.
Las puertas de
castillo se abren, y tras ella a caballo sale el alcaide junto a uno de sus
capitanes y su abanderado al encuentro de la avanzadilla cristiana. Al
acercarse el alcaide reconoce a uno de los caballeros, es su antiguo
prisionero.
“Como osáis presentaros armados a tan insigne
ceremonia, sin que tan siquiera estabais invitados, que pretendéis
interrumpiendo así el enlace de mi hija.” -Dijo indignado el alcaide.-
“Mi señor, en los meses que pasé preso en sus
mazmorras quedé prendado de amor de su hija Marmionda, de la cual dulcemente
correspondido. Os ruego que paréis este enlace desdichado, y me entreguéis su
mano a mí en sagrado matrimonio, yo colmaré de amor y riquezas…” –Hablaba el capitán cristiano cuando es interrumpido
por el alcaide.-
“Pero como pudo
ser, y a mis espaldas. Mentís bellaco, mentís. Como os atrevéis, jamás
entregaré la mano de mi hija a un perro cristiano.” –Y tras estas palabras el alcaide dio por concluida
la reunión, y al galope se dirigió hacia su castillo.-
El capitán
leonés, que había jurado reunirse con su amada, ante aquella beligerante
actitud, decide que si no es por las buenas, será por las malas, y reúne a sus
jinetes en formación de ataque. Ante la sorpresa y estupor del alcaide ya al
frente de sus tropas, pues nuevamente les superaban en número, manda atacar la
fortaleza.
La lucha es
encarnizada, brazos, cabezas y cuerpos es esparcen por igual por la tierra,
cubierta ahora de un rojo sangre. Mientras la bella Marmionda, observa el
devenir de la batalla con el corazón dividido, tiene sus ojos puestos en
valiente caballero que entre mandoble y mandoble se va acercando al castillo.
Sufre y llora, la bella Marmionda, mas por miedo que por amor.
En el fragor de la contienda, la joven ve como su
amado caballero es abatido de su caballo por un golpe de cimitarra, el
caballero yace ahora en el suelo rodeado de sangre. Quieto, inmóvil, pasan los
minutos, y la bella Marmionda, creyéndole muerto, destrozada y sin razón ya
para su existencia, se arroja desde su ojival ventana al vacio, estrellándose
su dulce cuerpo sobre las escarchadas rocas que cimientan el castillo.
En ese preciso
instante, el amado caballero recobra el conocimiento perdido tras interminables
minutos, por el brutal golpe dado en su cabeza tras ser apeado del caballo,
pero ya es demasiado tarde, un brutal grito de dolor resuena en todo el
castillo, al ver el cuerpo de su amada yacer destrozado entre los riscos.
¡“No, no, mi
dulce bella Marmionda! ¡No, no!”
Presa de la
ira, la pena y la locura, el capitán cristiano, arroja su espada y raudo
comienza a escalar uno de los riscos más elevados que protegen el castillo y
una vez en lo más alto de su cima, tras santiguarse, se arroja también al
vacio, y rebotando de peña en peña su cadáver mutilado va a parar, fruto del
destino junto al de su amada y bella Marmionda, donde quiso Dios o Alá, que sus
manos se entrelazaran como símbolo de su amor más puro.
Camino
del pequeño pueblo de El Arco “El Arquillo”.
Al fondo el Cancho de la
Silleta.
Grandes pitas con su flor
ya seca.
Otra más.
Ermita de El Arco.
Pintoresca entrada.
Camino de “El Arquillo”
Curiosa ventana en El Arco.
Transitando entre sus
casas.
Restos de un gran olmo.
La ermita.
Panorámica.
Arriba en
el fondo la Peña de los Valles.
Comienza la dura subida
hacia la Peña de los Valles.
En pleno esfuerzo.
Ya está más cerca la Peña
de los Valles.
Camino de la base de la
Silleta.
El Arquillo, y el reculaje
del gran embalse de Alcántara.
Llegando a la Peña de los
Valles.
Jorge.
Enorme “Menhir”.
Cumbre
del Cancho de la Silleta.
Panorámica de la Sierra de
Arco.
Otra de la cumbre.
Panorámica.
Otra más.
Al fondo el castillo de
Portezuelo.
Convento
del Palancar.
El rincón
donde dormía San Pedro de Alcántara.
Otra más del pequeño
convento.
Pedroso de Acin.
Ruinas del Molino del Tío
Fabián.
Otra más.
Y otra.
Y más.
Cuadro con paisaje.
El molino.
Castillo de Portezuelo.
Portezuelo.
Dentro del Castillo.
Otra de él.
Y otra.
Esta
desde el pueblo.
Al final comieron
migas